Un domingo cualquiera en el Valle de Antón

Nos echamos a la carretera el domingo por la mañana, temprano, rumbo al Valle de Antón, el único cráter sin actividad volcánica habitado del mundo. Allá vamos. Nos esperan por delante un par de horas por la autopista panamericana. Poner las ruedas en esta vía es emocionante. Aunque solo la vayamos a recorrer durante un rato, pensar en que une Alaska con la Patagonia estremece, y hace que la mente vuele un rato por cumbres y lomas, por los cerros y los caminos de la gran América. La madre América, por cierto, que no son solo los EE.UU., por mucho que se empeñen en arrogarse la exclusividad del título de americanos. Ya  cantaban los mexicanos Tigres del Norte  que “y si contamos los siglos, aunque le duela al vecino, somos mas americanos que todititos los gringos”. Así que rodamos por la columna vertebral del continente, sintiéndonos libres y americanos, celebrando la vida, camino del Valle. Felices en domingo.

Nos lleva Mario, que ya se ha convertido en mi pana del alma aquí. El conoce la zona y sabe a donde llevarnos. Así que, en sus manos, avanzamos por el Panamá rural hacia la provincia de Coclé, atrás la urbe y el ruido. Por el camino vemos vacas que me recuerdan a aquellos cebús que vi en India, de giba grande y andar pausado, y me entero que son las mismas que se crían allí. La raza se llama Brahman. Qué contradicción.

Subimos despacio hacia la eterna primavera que reina en el cráter,  a 600 metros sobre el nivel del mar, y poco a poco nos adentramos en el bosque tropical que, comenzada la estación de las lluvias,  dispara sobre nosotros una frondosidad y un  verdor casi obsceno. Decir que el Valle está lleno de vida es un poco redundante. Pero no puedo dejar de hacerlo, y creo que me quedo corto. Me encuentro, de repente, con orquídeas de voluptuosos aromas y delicadas formas, tucanes esquivos que siempre vuelan en pareja, un perezoso dormitando agarrado a la copa de un árbol, el meracho, que es capaz de correr por encima de las aguas, ranitas doradas que solo viven aquí y, en cada rincón, la sabiduría de la Pachamama explicada en las texturas de las hojas de los árboles y los tallos, las flores, los frutos.

Me siento como un niño pequeño subiendo a la casa del árbol del Canopy Lodge, fascinado, abrumado por tanto verde, por el poder de la naturaleza. El Canopy es un hotel dedicado a la observación de las aves. Es un lugar tranquilo, escondido entre los árboles, donde los ornitólogos acuden de todas partes para recrearse con el avistamiento de las más de 500 especies que revolotean por el lugar. Un sitio para perderse, para salir del tiempo, para mirar y mirarse.

Continuamos la ruta hasta las tierras donde los Arias tienen su huerta. Una huerta honesta, en paz con el entorno, valiente, dura de cultivar pero abundante en la verdad de sus frutos. Los de la United Fruit Company, aquella empresa asesina que no tuvo empacho en masacrar  poblaciones campesinas y desmontar gobiernos a base de golpes de estado para perpetuar su insaciable avidez de riqueza,  se relamerían con malicia al ver estas tierras fértiles. Y aun más los de Monsanto, esos señores que han decidido que las semillas tienen copyright y que ya llevan tiempo  en busca de la complicidad de los gobiernos para desarrollar una política de imperialismo agrario que va camino de cambiar los parámetros de la soberanía alimentaria. Venden muerte y el Gobierno panameño aprobó no hace mucho una ley que protege sus tóxicas actividades y les pavimenta el camino para que inunden el país con sus semillas transgénicas y sus venenos. El lobby feroz enseñando las orejas, disfrazado de cordero, dispuesto a comerse la vida sin escrúpulos. Perdónanos madre Tierra, Gaia, Amalur, Cibeles, Shakti, por hacerte tanto daño.

Cargados de aromas de culantro y palma, seguimos la ruta, que nos lleva a casa de la familia De la Guardia, donde Andrés, el hijo mayor, cultiva unas lechugas hidropónicas espectaculares y crujientes. Dan ganas de hacer la visita a su invernadero armado con un una alcuza de aceite y un poco de sal. Rumiar las hojas recién cortadas sería un placer memorable, pero me contengo y me conformo con la hospitalidad de la familia. Volveremos a esa casa, a asar un cordero en el horno de leña que preside el jardín, y haremos bololongo, y cuando lo hagamos, ya os  contaré lo que es.

Según pasan las horas el sentimiento de alegría invade a la alegre compañía que hemos formado este domingo. Las risas y la ilusión del que descubre, las ganas de viaje y el espíritu de hermandad que nos une van convirtiendo el día en un día grande. Panamá es inmenso, y poco a poco le voy dando mordiscos que llenan mi alma.

Después de una visita al mercado del Valle acabamos la jornada asando unas carnes en la casa de Foncho, bañándonos en su piscina de agua caliente mientras cae la lluvia torrencial sobre nosotros, que sonreímos felices, atontados por la paz del lugar.

Y cuando vuelvo a casa, en el morral, llevo pedazos de vida del Valle, y pienso en mi Valle, y en cuando lo pueda volver a habitar.

Besos y sus cosas.

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